sábado, 28 de mayo de 2011

Cuídate para no caer enferma

“Después de la breve visita a la UCI, se dirigieron a la cafetería del hospital, sobre todo porque Adrián se enteró de que aquel día ella no había probado bocado desde el desayuno. Aunque Nuria aseguraba una y otra vez que no tenía hambre, no podía consentir que su novia se descuidase de aquella manera, arriesgando su salud. Tuvo que insistir con firmeza y, aunque ella rechazaba todas sus propuestas alimenticias, terminó pidiendo un sándwich vegetal.
Mientras la observaba comérselo, estuvo tentado de soltarle todos esos consejos que con tanta frecuencia se repiten: come bien y de manera regular, piensa en ti misma y cuídate para no caer enferma, tu cuerpo debe estar fuerte para que también lo esté tu mente… Pero no lo hizo y permaneció en silencio, mirándola. Y se alegró de no haberlo hecho. Era mejor casi haberla obligado a comer algo que soltarle monsergas que ni siquiera iba a escuchar”.

GÓMEZ CERDÁ, Alfredo (2011): El rostro de la sombra, Madrid, SM, p. 99.

Ressenya del llibre

Sopas mallorquinas


“Sólo sabía que el plato colocado ante mí contenía la misma enorme cantidad de comida que al principio; eran sopas mallorquinas, una especialidad de Miguel y un plato que, a pesar de su nombre, resulta bastante seco y un poco excesivo para quien no está acostumbrado a tomarlo”.

ALONSO, Manuel L. (1991): El impostor, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 3), p. 79.

Recepta sopes mallorquines

Pidió otro martini

“Pidió otro martini y también uno para mí. Yo aparentaba más de dieciocho años y hacía tiempo que ningún camarero ponía objeciones a servirme alcohol. Por otra parte, los martinis eran endiabladamente fuertes; el camarero, que también le conocía, los había preparado a gusto de mi tío: una gota de vermouth y el resto de ginebra pura” .



ALONSO, Manuel L. (1991): El impostor, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 3), p. 26.

Pizza y embutidos


“Supuse que después de aquello me había ganado el derecho a una buena cena, y tuve buen cuidado de no hacer ningún otro comentario sobre los libros, aunque había algunos que me intrigaban. Trataban de prestidigitación y juegos de manos, y recuerdo que tuve por un momento la idea de que acaso mi tío era una especie de mago. Nos sentamos a la mesa, Miguel sirvió pizza y embutidos, y luego lavamos los platos a medias. Era obvio que ni siquiera tenía una asistenta”.

ALONSO, Manuel L. (1991): El impostor, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 3), p. 17.

jueves, 19 de mayo de 2011

¡Estoy comiendo de verdad!

“Todavía me encuentro gorda, a pesar de haber perdido peso. Todavía me gustaría estar realmente delgada. Pero no quiero estar enferma. No quiero morirme de hambre. Vuelvo a casa. Anna tiene montones de preguntas que hacerme, pero se da cuenta de que no puedo soportar hablar de ello. Ha preparado una ensalada para cenar.
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-Qué aburrimiento. Quiero patatas –dice Eggs.
-Puedes comer patatas con la ensalada –dice Anna.
Lo que no dice es que es una comida escogida para mí con todo el mimo del mundo: queso fresco, fresas, aguacate y apio. Anna me dirige miraditas aprensivas. Me muerdo el labio. En mi cabeza calculo automáticamente las calorías. Me da pánico el aguacate. Me pongo la mano en la frente tratando de parar el cálculo mental. Miro el plato. Toda esa comida tan rica, preparada con tanto cariño, arreglada con todo cuidado, con la ensalada que forma anillos rojos y verdes alrededor del blanco queso fresco.
-Qué pinta más guay tiene todo, Anna –digo-. Muchas gracias.
Empiezo a comer. Muerdo. Mastico. Trago. Eggs está charlando, pero Anna y mi padre están callados como muertos. Me mira aguantando la respiración.
-Vale –digo-. No voy a esconder nada en el regazo. No voy a escupir en el pañuelo. No voy a provocarme vómitos.
-¡Gracias a Dios! –exclama mi padre aliviado-. Oh, Ellie, no puedo creerlo. ¡Estás comiendo de verdad!” .
WILSON, Jacqueline (1998): Chicas con imagen, Madrid, SM, Gran Angular, 212. Traducción Asun Balzola, p. 163-164.
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Una dulce amargura

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“Abrió el cajón de la mesilla de noche. Efectivamente, todavía le quedaba una tableta de chocolate. Se volvió a dejar caer en la cama y empezó a desenvolver el papel de plata con mucho cuidado. Era una suerte que su habitación diera al este porque, aunque el chocolate estaba blando, todavía no se había derretido. Partió una onza, la volvió a partir por la mitad y se metió los dos trozos en la boca: ¡la dulzura de una caricia amarga! Una dulce amargura que acaricia, una caricia dulce que amarga. Acariciar con dulzura, llorar amargamente. Eva se metió rápidamente otro trozo de chocolate en la boca y se estiró. Se quedó tumbada con los brazos cruzados debajo de la nuca, la rodilla derecha flexionada y el muslo izquierda apoyado sobre ella, y se miró fijamente el pie izquierdo, descalzo. Qué delicado parecía en comparación con sus pantorrillas y sus muslos gordos y amorfos. Balanceó el pie muy levemente hacia arriba y hacia abajo y se dio cuenta de lo bonitas que eran las uñas de sus dedos. “Tienen forma de media luna”, pensó” .
PRESSLER, Mirjam (2009): Chocolate amargo, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 140), p. 19.
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Cuando esté delgada comeré lo que quiera

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“Contenta, rodó sobre sí misma y se puso de lado, mientras deslizaba su almohada preferida bajo la cabeza. “En el fondo, no es necesario comer tanto. Por ejemplo, el chocolate que me comí por la tarde sobraba. Cuando esté delgada, volveré a cenar algo más. Entonces, podré comer tranquilamente todo lo que quiera, ¿quizá hasta una tostada untada con mantequilla y con una o dos lonchas de salmón?”. La boca se le hizo agua al pensar en esas lonchas rosadas, veteadas con esas líneas más rojizas, que nadaban en aceite. Le encantaba el sabor ligeramente penetrante y fuerte del salmón. ¡Especialmente cuando se ponía encima de una rebanada de pan caliente en la que se estuvieran derritiendo unos trozos de mantequilla! En realidad, prefería cualquier cosa salada o picante antes que los dulces. Además, no engordaban tanto. Por ejemplo, el beicon con cebolla y salsa de rábano picante resultaba delicioso. ¡O una sopa de judías pintas bien salpimentada!
Si ahora se comía un trocito muy pequeño de salmón, tampoco pasaría nada. A partir de mañana, en cuanto se levantara de la cama, empezaría a hacer el régimen en serio. Aunque mejor no, ¡tenía fuerza de voluntad! Pensó en todas las veces que se había propuesto firmemente dejar de comer o, al menos, controlarse con la comida y cómo en cada una de esas ocasiones al final había sido demasiado débil. ¡Pero esta vez no! Esta vez era distinto. Con toda la tranquilidad del mundo iba a ser capaz de ver cómo su hermano engullía sin parar y cómo su madre saboreaba la sopa haciendo hincapié cansinamente en lo rica que estaba. Ni siquiera parpadearía cuando su padre se pusiera esas lonchas tan gruesas de jamón encima del pan, con su manera tan puntillosa de colocarlas, tan perfectamente distribuidas y adornadas con esos pequeños pepinillos franceses cortados por la mitad. Esta vez, todo eso le iba a dejar completamente indiferente. Esta vez, cuando volviera a casa después de clase, no se pararía delante de la tienda gourmet ni aplastaría la nariz contra el cristal del escaparate. No volvería a entrar y a comprar ensalada de arenque por cuatro marcos para luego metérsela en la boca con los dedos y engullirla apresuradamente y a escondidas en el parque. ¡Esta vez no! (p. 28-30)
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“Cómo le apetecía en ese momento una loncha fina de salmón ahumado. Una que fuera muy, muy fina y que previamente hubiera sostenido en alto un buen rato para que soltara todo al aceite. No pasaría nada por comérsela, y menos ahora, cuando todo se iba a arreglar, porque, de todas maneras, dentro de poco estaría muy delgada.
Se levantó de la cama sin hacer ruido y se fue a la cocina de puntillas. Hasta que no cerró la puerta detrás de sí, no pulsó el interruptor de la luz. Luego abrió la nevera y alargó la mano para coger el envase del salmón. Todavía quedaban tres lonchas. Sacó una, cogiéndola de un extremo con el dedo pulgar y el índice, y la mantuvo en alto. Lo que en un principio fue un reguerillo de aceite que se escurría del salmón ahumado poco a poco se redujo a un goteo cada vez más esporádico. Una gota más. Eva sostuvo la fina loncha contra la luz. ¡Pero qué color! La saliva se le acumulaba en la boca y tuvo que tragar de pura ansiedad. “Solo una”, pensó. Entonces abrió la boca y dejó que el salmón cayera dentro. Lo apretó contra el paladar con la lengua, lentamente, casi con ternura, y empezó a masticar, también lentamente, saboreándolo. Luego se lo tragó de una vez. Ya no estaba. Su boca se había quedado demasiado vacía. Rápidamente se metió en la boca las otras dos lonchas. Esta vez no esperó a que escurriera el aceite, tampoco se tomó tiempo para notar el sabor, tragó casi sin masticar.
En el envase de plástico transparente solo quedaba aceite. Cogió dos rebanadas de pan blanco y las metió en el tostador. Le pareció que el pan tardaba una eternidad en salir. No podía aguantar ni un segundo más. Impaciente, levantó la palanca que había en uno de los laterales del aparato y las rebanadas de pan salieron propulsadas. Todavía seguían prácticamente blancas, pero estaban calientes y olían bien. Rápidamente, las untó con mantequilla y observó con fascinación cómo se iba derritiendo, primero por los bordes, donde la capa era mucho más fina, y luego en el centro. En la nevera todavía quedaba un buen trozo de gorgonzola, el queso preferido de su padre. No perdió el tiempo en cortarse un trozo con el cuchillo, directamente le dio un buen mordisco y luego otro al pan, otro mordisco al queso… Mordió, masticó, engulló y volvió a morder.
Qué nevera más maravillosa y qué bien surtida. Un huevo duro, dos tomates, unas lonchas de jamón y un poco de salami siguieron al salmón, a las tostadas y al queso. Extasiada, Eva masticaba y masticaba: solo era boca.
Pero, entonces, se sintió muy mal. Cuando, de repente, se dio cuenta de que estaba en la cocina, con la luz del techo encendida y la puerta de la nevera abierta.
Eva lloró. Los ojos se le llenaron de lágrimas que luego cayeron por sus mejillas mientras, moviéndose muy despacio, cerraba la nevera, limpiaba las migas de la mesa, apagaba la luz y regresaba a la cama.
Se echó la sábana por encima de la cabeza y ahogó un sollozo en la almohada.” (pp. 30-32).
PRESSLER, Mirjam (2009): Chocolate amargo, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 140).
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lunes, 9 de mayo de 2011

¿De verdad ella cree que me voy a comer esto?

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“He apartado mis ojos de los cristales opacos, yergo mi espalda y las lágrimas vuelven a asomarse a mi rostro. La llave gira en la cerradura… La puerta amarillenta se abre para dar paso a esa silueta blanca, ¡cuánto me gustaría que no fuera más que una silueta, un fantasma que pasara sin detenerse…! Abrazada a la almohada, aferrada a la barra de la cama, atrapada entre la mesilla de hierro y mi desdicha, la observo tras la bruma de mis lágrimas. Fijo mi mirada en la desafiante bandeja. Enérgica, ella la deposita sobre la mesa y me mira mostrándome la silla; después me invita, hecho trivial que en este caso resulta cruel en grado sumo. Lentamente, para rechazar la amenaza, me levanto y cruzo el irrisorio metro del sucio embaldosado que me separa del extremo opuesto de mi prisión. Pongo cara de no haber visto nada en aquella bandeja y contemplo mis flacos muslos, aunque en realidad ya he reparado en todo: los compartimentos desiguales con los trozos de carne renegrida, las judías verdes brillantes y enormes, el plato de arroz, el huevo duro cubierto de lo que ellos llaman “mayonesa”, el pan duro y el insípido postre.
¿De verdad ella cree que me voy a comer eso? Me limpio la uña de mi dedo índice derecho y espero, llorosa y terca. ¡No, no me cogerán! Quiero que me olviden, que me dejen morir, que me ignoren y que no me torturen más con esas bandejas. No conseguirá nada de mí, ya puede hablar, empelar el estúpido truco que desee: tratar de conmoverme por mi terrible suerte, adoptar un aire compasivo, colérico, indiferente o dominador. “¿No preferirías estar en tu casa? Podría suceder en cualquier momento, ¿no crees?” Ya que es usted quien me lo dice, ¿por qué no me ayuda a escapar? Desde luego, ¡qué descansada se quedó soltando sus frases!” (pág. 9-10).

VALÈRE, Valérie (1996): Diario de una anoréxica, Barcelona, Plaza y Janés, Los JET de Plaza y Janés.


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Les trae sin cuidado mi estado de ánimo

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“-Me han dicho que no quieres comer. Deberías estar encerrada en tu habitación sin salir para nada. Son demasiado amables contigo, podrías hacer un esfuerzo antes de que tomen medidas drásticas; pero ya verás, yo te haré comer.
Ya puedes esperar sentada. Si te crees que porque has llegado las cosas van a cambiar estás muy equivocada.
Regresa al cabo de un momento y me sorprende enfrascada en uno de mis interminables libros; mi corazón está lleno de ira y mi espíritu prisionero. Esta mujer es más irascible que todas juntas. “Un bocado más, vamos, espabila. Así no engordarás nunca”; me coge la mano y me aparta los dientes con el tenedor hasta que se abre mi boca. Muevo la cabeza con rabia y el contenido de la bandeja se reparte entre el suelo y su bata. Cuando le toca el turno a la carne, ya se ha rendido y sólo trata de que coma unas asquerosas vainillas. Pero la cosa no funciona.
-Ya ves que no puedes seguir así. Acabarán por meterte una sonda en la nariz. Créeme, no ganas nada haciendo todo esto.” (p. 87).

Valérie Valére

“Tenía la impresión de que nunca había comido tanto en toda mi vida y sospeché que había conseguido pasar de los famosos treinta y cinco kilos. Pero no, ¡había vuelto a descender a treinta y cuatro y medio! Me dejaron los libros y el papel, pero me quitaron la ropa y no me permitieron salir al pasillo. ¿Cómo podían hacer semejante cosa? Ellos sabían que yo no era culpable, que había comido; nadie podía negarlo. No dejaba de tragar sus sucios comistrajos de hospital y todas sus propuestas. “¡Habrá que aumentar la dosis!” Estoy harta, no quiero más, lo voy a dejar correr todo, ¿me entienden? Que me atiborre, me ahogue o no, es lo único que les importa. Les trae sin cuidado mi estado de ánimo. ¡Sólo exigen kilos! La desmoralización, mierda, mierda…MIERDA, mierda, mierda.” (p. 109-110)



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VALÈRE, Valérie (1996): Diario de una anoréxica, Barcelona, Plaza y Janés, Los JET de Plaza y Janés.

El único regalo que yo quería...

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“Cierra el pico y vete a ver a tu hija. Que se trague ella las espinacas. No te necesito para comer. Todavía querrás que te agradezca la enorme ayuda prestada. Estoy harta del arroz, las nueces y las judías verdes, la carne a la plancha y la grasa, el pescado de los viernes, de todo. He llegado a tragar toneladas. Tengo que comer el doble que las otras y los kilos no aumentan.
Después de la naranja y el suplemento de chocolate, entra ella con su regalito y su sonrisa. El único regalo que yo quería era que no me hubieras encerrado en este asilo”. (p. 128).



VALÈRE, Valérie (1996): Diario de una anoréxica, Barcelona, Plaza y Janés, Los JET de Plaza y Janés.


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La visita al endocrino

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“Por lo demás, no había cesado de sufrir puñaladas y pellizcos: palabras aviesas, muecas sardónicas, ironías directas e indirectas de pésimo gusto. La horripilante jornada había comenzado con la tortura de la visita periódica al endocrinólogo, quien, tras haberla pesado, había torcido los morros.
Siempre que se presentaba ante él para el control mensual, las piernas le temblaban como fuentes de leche frita recién hecha, llevadas por las manos agitadas de parkinsonianos nonagenarios, la boca se le secaba, y sentía, para colmo de contratiempos, unas ganas irreprimibles de ir al cuarto de baño.
-Huy, huy, huy, que me hace trampa, y no voy a tener más remedio que enfadarme con usted. Y muy seriamente además.
Había enrojecido, mirando vidriosa y desesperadamente hacia el armario archivador donde se guardaba su expediente, junto a las fichas de centenares de gordos y gordas, personas acaso tan desdichadas como ella.
El médico parecía más jovial aquella mañana detestable. Ay, qué guapo y qué esbelto era…
-vamos, vamos, no se ponga colorada, y confíeme sus pecadillos, sin omitir ni una falta, por muy venial que a usted le parezca. Tiene que confesarme todas sus culpas y enumerarme las veces que ha infringido la ley, para que yo le imponga el castigo conveniente. Soy muy duro, pero escrupulosamente justo, a la hora de la penitencia.
Al fin logró sonsacarle todos los delitos cometidos en horas de euforia o de desánimo. Así, se acusó de haber quebrantado en varias ocasiones el duro código hipocalórico que le estaba amargando la vida.
-Empiece por la delincuencia que le parezca más imperdonable- Adelante.
-Una tableta de chocolate y dos merengues.
-¿Qué? ¿Sólo eso? Recapacite, reflexione, haga examen de conciencia y dígame qué más hay.
-Un plato de…
-Especifíqueme cómo de hondo. Hay platos y platos.
-Hondo.
-Insisto: detálleme cómo de hondo.
-Bastante.
-¿Cómo un lavamanos o parecido a, y disculpe la comparación, un orinal?
-Igual que una palangana.
-Bien, Así que una palangana, es decir, un cacharro grande; pero, ¿cómo de lleno? ¿Mediado? ¿Rebosando hasta el borde?
-Sí, sí –su voz se quebró-, muy lleno.
-¿De qué?
-De fabada.
Como castigo le prescribió añadir un kilómetro a la caminata diaria y añadir quince ejercicios abdominales a los veinticinco habituales. Pero no sintió pesadumbre: aquel plato se merecía tal correctivo e incluso cien correazos y un cilicio. Se lo había zampado en un bendito figón, cuya cocinera tenía unas manos y una cabeza más valiosas que un cofre de viejo oro español. Sus guisos la hacían llorar de dicha. Era emocionante sentir en la boca aquellas maravillas. Otros se extasiaban de igual manera ante un cuadro o escuchando a Chopin o viendo un ocaso de verano sobre el mar. No desdeñaba ese tipo de conmociones anímicas y sentimentales; pero no le conmovía menos el arte culinario de aquella sabia mujer.
Disfrutar extasiada con los encantos de una merluza en salsa, horneada, frita o a la plancha, suponía un rasgo de cultura no inferior al de quien juntaba las manos con arrobo frente a unas vidrieras góticas encendidas por el sol de la tarde o delante del resultado sofisticado de la cirugía o de la ingeniería genética. Enarcó las cejas y pensó con jactancia en los vegetarianos y herbívoros humanos. Estaba convencida de que los fanáticos de esa clase eran una especie de degenerados y pervertidos que, por oscuras razones, deseaban con envidia la redecilla, el libro, el cuajar y la panza de los rumiantes. Eran iguales a cabras que se empeñasen en comer lobos”.
-GÓMEZ OJEA, Carmen (1998): El granate de Amarilis, Barcelona Edebé, (Nómadas, 2) pp. 7-9.
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La existencia desdichada de los gordos

Las tres gracias. Rubens. Museo del Prado
Las tres gracias. Rubens. Museo del Prado
 
“Los gordos, gordas, lisiados, tullidas, negros, negras, enanos, raquíticas, pordioseros, mendigas y toda la demás gente que se encontraba por debajo del listón de la norma eran el vertedero de muchas inmundicias, el chivo expiatorio con que se vengaban muchas personas de sus insatisfacciones y miserias. Representaban el albañal por donde circulaban los rencores íntimos e inconfesables de una multitud incontable, también incluso de otros gruesos y aquejados de diversas carencias y minusvalías, que parecían carecer de ojos en la cara, de espejos y de sentido del ridículo. Jamás había olvidado lo que, años atrás, le había ocurrido a propósito de esto con una modista, ancha y redonda como una mesa camillas. Nada más verla, la había mirado con sorna y, al tomarle las medidas, había exclamado en tono de censura:
-¡Madre de Dios, vaya contorno!
Los gordos eran, en efecto, zaheridos; pero la existencia de las gordas resultaba infinitamente más desdichada”

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GÓMEZ OJEA, Carmen (1998): El granate de Amarilis, Barcelona Edebé, (Nómadas, 2), p. 12.

Existe una conspiración contra los gordos

Carmen Gómez Ojea

“Se consideraba a sí misma como una mujer expansiva, afable, a la que sus carnes y sus kilogramos habían hecho perder amistades. Ninguna de sus viejas compañeras y camaradas podía ser calificada de gorda, sólo alguna de ellas, a lo sumo, de rellenita, y casi todas estaban casadas con hombres de un peso similar, sin excesos notables; y las que permanecían solteras lucían bañadores de dos piezas y vivían, según contaban, aventuras amorosas estimulantes durante las vacaciones en islas caribeñas, bajo los cocoteros o a la sombra de los palmares. En cuanto a sus colegas del instituto, tenía que decir lo mismo: tanto las maridadas como las célibes le parecían insultantemente esbeltas. Así, por esa razón, se iba sintiendo más aislada, como si fuera una hedionda; y aquella soledad, a veces, le resultaba insoportable. ¿Dónde diablos se ocultaban los gordos como ella? ¿En qué agujero se hallaban metidos? Ser gordo en aquel mundo dominado por flacos era una desventura, casi como ser, por ejemplo, leproso en un burgo del medievo. Ella ni siquiera lograba que le hicieran un seguro de vida. Las carnosidades representaban una maldición y tener un buen apetito constituía una zafiedad imperdonable. En más de una ocasión le había sucedido algo tan odioso como el que un camarero le hubiese puntualizado, a modo de apostilla venenosa, proferida con cierto retintín desagradable y molesto sonsonete, al referirse a la chuleta o a la merluza que le había encargado, eso tan cruel y desangelado de “a la plancha y sin sal, naturalmente”. A punto había estado de chillar una vez: “naturalmente que no, quiero mucha sal, mucho aceite y mucho ajo”. Pero se había callado, deprimida y acobardada. Existía una conspiración contra los gordos, y no se trataba de algo disimulado y clandestino, sino de una persecución implacable y realizada sin ambages, a la luz del día. No había barrio donde no se hubiera abierto una tiendecita de productos dietéticos destinados a los rollizos, ni farmacia en la que, de un modo llamativo y espectacular, no se anunciaran tisanas adelgazantes, esponjas reductoras de grasa o pócimas mágicas para enflaquecer a cualquier obeso en un abrir y cerrar de ojos. Toda aquella propaganda feroz estaba produciendo una catástrofe mundial, sobre todo trastornando y convirtiendo en anoréxicas y bulímicas a muchas mujeres sanas, pero débiles e impresionables, o amargando a las que, como era su caso, se veían obligadas a someterse, para no juzgarse una especie de inmundos y despreciables no-seres, a la disciplina y al sacrificio de quitarse de la boca lo que les gustaba. Cuando se tragaba la pescadilla hervida, se sentía como un melómano condenado a escuchar música ratonera.
-Quiero ser como soy –murmuró con fiereza-. Quiero comer y beber. Al diablo con el endocrinólogo y al demonio con la flaca pizpireta de la agencia matrimonial. Prefiero morirme de una indigestión a consumirme suspirando por un trozo de tarta de chocolate”.
GÓMEZ OJEA, Carmen (1998): El granate de Amarilis, Barcelona Edebé, (Nómadas, 2) pp. 19-20).
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Tengo la personalidad de este tipo de chicas

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“Le he pedido ayuda a mi madre para llevar a cabo la dieta. Ella me apoya en que pierda peso, porque en realidad ella misma siempre está a régimen, pero no puedo contarle lo de la manzana, porque no lo entendería. No tiene ni idea de lo que es estar en mi piel. Hasta que consiga meterme en una talla 38 tendré que seguir tapándome el culo con jerseys: como estamos en invierno no será difícil, y para cuando llegue el tiempo de las camisetas y las faldas cortas ya podré destaparme. ¡No dejo de imaginar la cara que pondrán los de mi clase cuando me vean! Esto me da fuerzas para seguir adelante

Al parecer, un psicólogo le dijo a mi madre que tengo la personalidad propia de este tipo de chicas: perfeccionista, estricta, responsable. Sin embargo, tal y como yo lo veo, eso no son más que tonterías especulativas. El otro día daban por televisión un reportaje sobre la anorexia, y volvían a mostrar fotos de verdaderos esqueletos. No sé cómo puede una persona llegar a eso y seguir viéndose gorda. No tiene sentido. Ni siquiera parecen humanas. A veces pienso que una parte de mí desea ser anoréxica, ser como una de esas chicas delicadas y frágiles, aunque evidentemente no un caso extremo de los que ocupan las noticias: sólo quisiera estar lo bastante delgada para ser bonita.”



TRILLA, Cristina (2007): ¡Hoy he decidido dejar de comer! Diario de una joven anoréxica, Barcelona, Styria, p. 13


Desearía que este año no hubiese Navidad

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“Desearía que este año no hubiera Navidad. Son fechas que solía esperar con ilusión cuando era una niña, pero hace tiempo que ni son ni significan lo mismo. Ya no consigo sentir la esperanza que lo llenaba todo, aunque me esfuerce en ello, y además son la antítesis del portarse bien con la comida.

No sé cómo podré mantener mi peso con tantas comidas familiares cargadas de grasas y calorías. Sólo con pensarlo siento una creciente ansiedad en el pecho y me dan ganas de llorar. Tengo que hacer algo para controlar lo que pasará en las próximas fechas y evitar que se me escape de las manos.


  • No comer turrón. Como máximo un trozo pequeño el día 25.
  • Cenar sólo una manzana todos los días.
  • .Incrementar los ejercicios de la mañana, dar muchos paseos, estar de pie siempre que sea posible.
  • Tomar laxantes.
  • Beber mucha más agua todos los días.
  • Pesarme cada día y tomar medidas si subo de peso.

No sé si esto será suficiente. Ahora mismo estoy en 55.3 kg., no quiero estropearlo”, p. 28.



“En cambio, lo que sí me da mucha rabia es haber vuelto a picar a escondidas entre horas durante las Navidades: un trozo de turrón se convierte en media tableta, yogures o flanes que trato de comer despacio para que no se acaben tan deprisa, golosinas que compro sabiendo que no es lo que debo hacer. No quiero que este sea el motivo de volver a engordar ahora que estoy delgada y puedo meterme en mi tan ansiada talla 38. Dependo por completo de los laxantes para contrarrestar mis pequeñas travesuras, porque tampoco quiero volver a vomitar con tanta frecuencia como antes y que todo se me vuelva a ir de las manos. Me siento sucia. Estos son mis terribles secretos, lo que no quiero que nadie sepa jamás de mí” (p. 92).



TRILLA, Cristina (2007): ¡Hoy he decidido dejar de comer! Diario de una joven anoréxica, Barcelona, Styria.

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Lo verdaderamente atroz

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“Ayer en la universidad me encontré con un antiguo compañero del colegio. Es uno de esos chicos a los que siempre creía mejores que yo, superiores. Me preguntó por mí, por lo que estoy haciendo, y le dije la verdad. “Tengo bulimia, o anorexia, da igual, así que estoy yendo a un centro y me tomo la universidad con calma”. Me contestó que a las bulímicas y a las anoréxicas él las curaba con un par de tortas.

No sé cómo expresar cómo me sentí, lo que pienso de lo que dijo y de toda la gente que sólo ve en nosotras el resultado de una época caprichosa y superficial. Me gustaría decirle a todo el mundo que eso no es ninguna tontería; me gustaría decirles que se sufre mucho, muchísimo; me encantaría que la gente que se cree con derecho a emitir opiniones tan estúpidas como la que he tenido que oír se enterara de que no sabe nada de nada. Supongo que estoy enfadada, muy enfadada.

No lo sé… Simplemente desearía que la gente dejase sus estúpidos perjuicios de lado y fuese capaz de ver más allá, de percibir lo grave que es esto. No me refiero a que sea grave por el adelgazamiento o los vómitos. Lo peor no son las hipoglucemias, ni acabar escupiendo sangre de tanto vomitar, ni tener los dientes estropeados o las encías sangrantes, ni siquiera las hipopotasemias que pueden llevar al paro cardíaco. Todo esto es terrible, pero no es lo peor. Lo realmente atroz es perderse el respeto, creer que uno no merece nada, estar convencida de que nadie te querrá porque no eres una persona a la que se pueda creer y que no tienes lo necesario para hacerte feliz. Lo peor es desear estar muerta sabiendo que lo deseas porque eres débil y porque no tienes el valor de vivir” (p. 147-148).



TRILLA, Cristina (2007): ¡Hoy he decidido dejar de comer! Diario de una joven anoréxica, Barcelona, Styria, p. 147-148.





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domingo, 8 de mayo de 2011

Le estoy hablando de bulimia...



“El doctor Peralta se arrellanó en el sillón giratorio de su despacho.
-Iré al grano. Lorena presenta numerosas lesiones dentales provocadas por el contacto repetido con ácido clorhídrico –declaró. Y tras sondear brevemente a su interlocutora, especificó-: Es ácido clorhídrico estomacal, expulsado por vómitos.
-¿Vómitos?
-Ya sé que puede parecerle sorprendente –el doctor carraspeó, incómodo-. También presenta una hipertrofia de las glándulas parotídeas, las productoras de saliva –añadió, consultando un informe-, y ocasionalmente he observado sangrado esofágico –lanzó una mirada conmiserativa a Virginia, que no acertaba a articular palabra-. La verdad es que en la última cita de su hija me pareció detectar un cuadro de intoxicación por el uso de vomitivos –se interrumpió, tanteando la reacción de su interlocutora, y añadió-: Creo que si se le hiciera un análisis de sangre encontraríamos restos de jarabe de ipecacuana. Es lo que sucede en estos casos.
[…]
-Le estoy hablando de bulimia, señora.
-¿Bulimia? ¿Pero qué está diciendo?” (p. 161-162)

“-Mi hija tomaba laxantes y diuréticos, ayunaba, hacía dientas y se machacaba con el deporte. Los episodios de voracidad y las prácticas para controlar el peso se sucedían: primero se daba la comilona y después se arrancaba los hipotéticos kilos de más. Estaba obsesionada con la silueta y el peso, la pobre” (p. 162).


CLAUDÍN, Fernando (2001): La serpiente de cristal, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 92).

Nivel alto de ansiedad






“En un plato lánguido reposaban tres picatostes y dos tostadas. Sobre un estante descubrió dos lonchas de beicon revenidas, que no sabía cuándo habían sido fritas. Un bol contenía restos de una compota de fruta. Eso era obra de papá. Los olisqueó y los removió con el dedo. Habían formado una pasta similar al engrudo. Los arrancó del bol con una cuchara, haciendo palanca.
En la esquina de una fuente entrevió las ruinas de un costillar de cordero. Obra de papá, seguro. Los huesos de las costillas se erguían como las arcadas de un puente. Lorena las olió. Glaseadas de miel y sésamo, le informó su agudo olfato, pero no pudo determinar cuándo habían sido preparados. Los huesos de las costillas salieron despedidos de su boca y tintinearon en el suelo, sin que ella les prestara la menor atención.
Encontró un milhojas de crema de miel, chantillí y piñones que ella misma había guardado dos días atrás, olvidándolo.
Lorena comenzó a sentirse congelada: demasiado tiempo expuesta al frío de la nevera. Se puso el anorak y continuó la búsqueda, ayudándose de la banqueta para registrar los estantes superiores. ¿Qué era ese tono rojizo y sanguinolento? “¡Ah, ya me acuerdo! Antes de ayer le preparaste a papá un magret de pato según la receta de la abuela Silvia, ¿recuerdas? Hiciste la salsa de ciruelas y menta. A ti te pareció un plato divino, ¿a qué viene esa cara? ¡Se ha descompuesto! ¡Se ha echado a perder! ¡Huele fatal! ¡Tira eso, querida, o reventarás definitivamente!”.
Lorena arrojó el contenido del plato al fregadero y emprendió la retirada. En su estómago se había desatado una sinfonía de rebufos, gruñidos, chirridos, jadeos, chasquidos y rugidos, pero por lo menos la ansiedad había descendido a un nivel tolerable. A pesar del anorak estaba temblando.”

CLAUDÍN, Fernando (2001): La serpiente de cristal, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 92), p. 114-115

Devorar, abrir la boca, masticar, tragar...






“Daba igual lo que fuera. No percibía los sabores. La cuestión era devorar, abrir la boca, masticar, tragar, y vuelta a empezar, una vez tras otra. Una miradita al espejo, me peso en la báscula, me mido la cintura, vomito, soy una experta, me basta abrir la boca y manipular la campanilla, ¡campanilla, la hora de comer, de devolver!, comer, devolver, espejo, báscula, metro que mide la cintura, centímetros, kilos, fea, ¡más que fea!, ¡horrible, estás espantosa!, hoy te veo un poco mejor, pero ayuna dieciocho horas para estar mejor todavía, siempre se puede mejorar, ¿no crees?, ¡desde luego!, pero nunca serás perfecta, ¿verdad?, verdad, pero lo puedo intentar, comer, vomitar.
Cuando empiezas eres incapaz de parar, ¿verdad? Te embalas, es como caer por una pendiente. Si te arrojas al vacío, la gravedad tira de tu cuerpo hacia abajo. Si comes, sigues comiendo, hasta reventar. Come, come, no puedo parar. ¿Qué pasaría si un día ni las náuseas ni los mareos bastaran para detenerme? ¿Explotaría?
Corre al espejo, querida. Comprueba la barriga y las pistoleras. ¿Te gustas? Estás hecha una foca, ¿verdad? Normal, con lo que acabas de meterte. ¡Ayuna, vomita! ¡Trata de arreglarlo! Imposible, has comido demasiado, te has deprimido y necesitas comer más para compensar tantas desgracias. La comida te consuela, ¿no? Se trata de eso, ¿verdad? Pero luego te odias…
Lorena se tendió en la cama, se cubrió la cara con la almohada y rompió a llorar”.


CLAUDÍN, Fernando (2001): La serpiente de cristal, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 92, p. 72-73.

Una imagen que no se corresponde con la realidad





“Bajó a la cafetería de la clínica, donde había ensaimadas campando a sus anchas en el expositor de la barra. Una ensaimada, dos, tres, cuatro. Desaparecían en su boca como misivas introduciéndose en un buzón, en tanto el camarero la miraba pasmado. Ingirió la quinta. ¡Cinco! ¿Eran pocas? “Una más, la última, para redondear la media docena”, se dijo. Aún había un pequeño rincón en el estómago. Siempre había un hueco extra.
Lorena arrojó al mostrador un billete arrugado e hizo mutis, pues tenía tareas pendientes. Debía vaciarse, volver al punto de partida, recobrar la normalidad, aunque luego viniera la sensación de vacuidad, de sinsentido, el desánimo moroso y aletargante, después el temblor y el mareo y la náusea, y siendo testigo de todo ello es espejo, con su acusadora faz, el espejo resaltador de imperfecciones, evidenciador de grotescas caricaturas: ¿a cuento de qué ese afán por buscarse en el espejo, cuando la imagen que el espejo le ofrecía jamás se correspondía con la realidad?”.

CLAUDÍN, Fernando (2001): La serpiente de cristal, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 92), p. 62-63


Comer de manera compulsiva para calmar las angustias




Mª Carmen de la Bandera a l`IES Jaume I (Salou)

“Mamá dice que tengo que adelgazar, pero la comida me atrae. Cuando siento soledad y angustia, el comer me sosiega y relaja. No puedo dominarme y, además, lo que más me gusta son los “bocatas” y los dulces. Así es imposible perder kilos”. (pág. 13).

“Como demasiado, lo reconozco. En casa desayuno bien, luego, el bocadillo para el supuesto recreo; el dinero que tengo me lo gasto en bollos. Devoro más que como. No quiero pesarme, la última vez que lo hice, fueron 66 kilos, que para mi 1, 58 ya es demasiado. Ahora… ¡sabe Dios! En cambio, Javier, cada día más alto y más guapo. Mamá dice que él come de menos y yo de más. Siempre le hace algún plato que le gusta porque… está creciendo. ¿Y yo? También sigo creciendo. Si perdiera diez kilos, parecería más alta, pero no puedo, es superior a mí, tengo que seguir comiendo.” (p. 27).




“En Navidad, con tantos dulces, he engordado. Odio la báscula del baño acusadora. Un día de estos la tiro por la terraza. Lo pienso, pero luego me digo: “Marta, eres tonta: con eso no adelgazas”. Pepa trata de quitarle importancia a lo de mi gordura. El otro día me presentó fotos de mujeres famosas e importantes: Gloria Fuertes, Cristina Almeida y otras. Todas gordas. Así, es fácil, porque de ellas no se ríen. Por encima del aspecto de su cuerpo destaca su inteligencia, pero a mí me miran todos, se burlan. Si algún día lograse se una escritora famosa, sería distinto”. (p. 49-50).

“Lucharé hasta conseguir lo que quiero: seré escritora, periodista. Si otros lo hacen, ¿por qué yo no? Pepa me anima, dice que los buenos alcanzan la meta. Cada día soy más amiga suya. Sabe llegar a partes de mí que nadie conoce. A mis íntimos secretos. Ya hablamos abiertamente del problema de los kilos. Antes no quería ni mencionarlo, le quitaba importancia. Ahora, como estoy más animada, me aconseja que visite a un endocrino y siga un régimen de adelgazamiento. ¿Seré capaz? Mamá está deseando, dice que por el dinero no me preocupe. ¡Qué ilusión si perdiera diez kilos! Siempre aplazo esta decisión, y es que ¡me atrae tanto la comida! (p. 75).

“Come de una manera impulsiva para calmar sus angustias. Esta forma de comportarse viene desde pequeña, al observar que su madre premiaba al hermano cuando apuraba la comida. El niño siempre fue de mal comer y la madre le prodigaba unos cuidados que, según creía ella, Marta no los necesitaba. Ahí empezó su ansia por comer como forma de sentirse más querida. “ (p. 96).

“Antes odiaba mi cuerpo, me odiaba toda. Ahora me miro al espejo y me gusto; sin estar delgada, creo que tengo las justas proporciones; he perdido 8 kilos. Ya no me importa la báscula, no como de una forma compulsiva. Antes, quería morirme. Ahora, amo la vida. Antes, no tenía amigos. Ahora, todos quieren serlo, soy la preferida, la favorita de la clase, la famosa del colegio. “ (p. 116).

BANDERA, Carmen de la ( 1997): Íntimos secretos, Madrid, Anaya, Tus Libros

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