sábado, 17 de noviembre de 2012

Misión Silverfin

-Deja que te vea bien -dijo, apartándolo un poco-. A ver qué te ha hecho esa horrible escuela.
James le sonrió e intentó no sonrojarse al verse examinado.
-Estás bien -decidió ella-. Aunque no te han alimentado mucho. Estás más seco que el palo de una escoba.
-La comida es horrible.
-Casi toda la comida inglesa es horrible, cariño. Tendrías suerte de encontrar un hotel de cinco estrellas donde fuera mejor. Te has acostumbrado a mi forma de cocinar, ¿sabes?
Charmian había viajado por todo el mundo y había recogido recetas e ingredientes en los muchos países que había visitado. En consecuencia, James había comido platos de pasta de Italia, curry de India, cuscús del norte de África, fideos de Singapur e incluso una vez había probado el pollo con chocolate de México, aunque este plato no había tenido mucho éxito. Por tanto no era sorprendente que la comida sosa y pastosa de Eton no le hiciera la boca agua precisamente.
-¿Recibiste mis paquetes? ¿Los pasteles y las galletas?
-Sí gracias, fueron de gran ayuda.

HIGSON, Charlie (2006): Misión Silverfin. Las aventuras del joven James Bond. Editorial Destino, Destino Infantil&Juvenil: Barcelona. Páginas 116-117.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Palabras envenenadas


Estoy tan nerviosa que no he visto Friends, una cita a la que no fallo nunca. En lugar de poner en marcha el DVD me he puesto a caminar en círculos como un león enjaulado. Es lo que soy. Un animal dentro de una jaula, encerrado, prisionero, en manos de un loco que me obliga a hacer cosas que no quiero, que luego, como premio, me da de comer de su mano, pero que cuando menos me lo espero saca el látigo y me azota sin mover una ceja, sin un ápice de compasión. Si me escapara, me dispararía con el placer de los sádicos. Como a una rata.
Abro la nevera y curiseo los tupperwares donde guardo la comida de días anteriores hasta que se pudre. Tengo prohibido tocarlos. Es una costumbre que me impuse hace años, después de vivir hambrienta. No sirve de mucho pero me da tranquilidad. Me dije que nunca más volveré a pasar hambre, como Escarlata O'Hara en aquella escena en la que levanta la cabeza y toma un puñado de tierra roja de Tara. Pero yo no fui tan fotogénica ni tan heroica, simplemente me privaba de los restos de comida, la clasificaba en pequeñas raciones y las guardaba como un tesoro. Abro un tupperware con hojas de ensalada y tomate y me los meto en la boca a puñados, a continuación abro otro con un trozo de pollo frío y me lo trago sin masticar. Quiero aplacar la desazón, borrar la angustia, pero en vez de saciarme cada vez tengo más hambre.
Durante estos tres años me había conseguido adiestrar, como a los leones, a fuerza de escamotearme el alimento. Descrubrió que era un arma poderosa y jugó con ella. Y lo que no habían podido los golpes lo pudo el hambre. Me tenía en ayunas, sufriendo, hasta que de pronto venía y me dejaba oler una comida apetitosa. Abría la puerta unos instantes y un aroma de pollo asado, insultante de tan delicioso, se colaba en el sótano y me daba en la nariz. Tener hambre y no poder comer es morir un poco cada minuto, cada segundo. El cuerpo me avisaba de que tenía que luchar para no desfallecer. Me miraba los brazos, cada vez más delgados, las piernas escuálidas, las costillas que se podían contar una a una y el vientre hundido entre los huesos de la pelvis. Me estaba convirtiendo en un esqueleto. Recordaba historias de náufragos que bebian sangre de sus compañeros, de soldados que comían vísceras de los muertos, de supervivientes en la nieve que se habían alimentado de cadáveres. Y no me extrañaba nada, porque el hambre era tan acuciante que cualquier cosa que la aplacase estaba permitida. Habría asesinado por un plato de macarrones.

CARRANZA, Maite (2010): Palabras envenenadas. Edebé, Premio Edebé de literatura juvenil: Barcelona. Páginas 152-153.

Para leer los dos primeros capítulos de la novela: CLICA AQUÍ.
Guía de la editorial EDEBÉ: PLAN LECTOR.
Guía realizada por Ascensión García Pallarés: CLICA AQUÍ.

viernes, 2 de noviembre de 2012

"Fue glorioso"



"Cogí todos loas atlas de Helmut y los abrí sobre el suelo. Cogí todos los compactos, los saqué de sus cajas y los fui dejando caer por los pasillos; unos caían por la parte donde no pasaba nada, otros, más o menos la mitad, por la parte destimada al rayo láser. Luego fui al frigorífico y conseguí diversas sustancias; miel, mermelada, mantequilla, queso cremoso, ketchup, mostaza, salsa tártara, leche condensada, cocacola light. Fui untando o derramando, según el caso, todos aquellos mejunjes sobre las páginas de los atlas de Helmut, y con lo que me sobró embadurné los discos compactos que habían caído con el lado sensible hacia arriba. Terminada mi tarea, me senté a esperar. Fue glorioso."

SILVA, Lorenzo (2012): El cazador del desierto, Madrid: Anaya, Espacio Abierto, 66, p. 152.

Un cumpleaños diferente

Vanesa
“En el cumple de Vanesa
no hay golosinas normales,
que los dulces con azúcar,
para ella, son fatales.

Ponen pinchos de tortilla,
lechuguita con tomates,
queso fresco, zanahorias,
avellanas, calamares…

Y los zumos que bebemos
son de frutas naturales”

PELLICER, M. Dolors (2012): Nombres con sabor a verso, Alzira: Algar, El Calcetín, 79, p. 68.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Andrea y Los Seiscientos

Carlos Solana Contreras (2009): La muchacha y el crrito de los helados
Helados...
Andrea los había visto por televisión, pero jamás los había probado. Ese era otro de los objetivos de su viaje: Comer helados por primera vez en su vida. Helados italianos, los mejores del mundo. Había imaginado mil veces su textura y tenía decidido desde hacía meses qué sabores pediría: mantecados y chocolate.
Localizó el quiosco de los helados mientras consideraba que el guitarrista de la orquesta. Sensación carecía por completo de sentido del ritmo. Alargaba innecesariamente algunos compases y sus compañeros sufrían lo indecible para seguirlo. Una calamidad. Y el peor no era él, sino el cantante. Se suponía que debía imitar a REnato Carosone, pero el resultado estaba a mitad de camino entre Torrebruno y Rita Pavone. Horrible. Horrible, horrible.

-Uno de mantecado y chocolate, por favor.
El dependiente del quiosco alzó en las manos dos barquillos de diferente tamaño.
-¿Pequeño o grande?
-Grande.
El hombre levantó la tapa metálica de la nevera, que tenía forma de cono con michelines, y hurgó en su interior.
Y entonces ella, la chica que acababa de pedir el helado, lentamente, giró la cabeza hasta que su mirada se encontró con la de Andrea, que se había acercado temerariamente a menos de diez pasos del quiosco de helados. Él, entonces, intentó esquivarla, pero no pudo. Trató de bajar la vista, pero se sintió incapaz.
Cuando el hombre colocó sobre el barquillo la bola de dos colores, a Andrea se le hizo la boca agua y el corazón, escarcha.
Tuvo que admitir que aquella era la chica más hermosa que había visto nunca. Y su mirada azul, la más demoledora que imaginarse pueda. Y también su sonrisa. Y la forma en que se llevó el helado a los labios.
Andrea nunca había sentido nada igual.
Todavía no sabía a qué sabía un helado, pero ahora ya sabía lo que era un flechazo.

Fernando LALANA y José María ALMÁRCEGUI (2021): Andrea y Los Seiscientos. Editorial Oxford, El árbol de la lectura; 39: Madrid. Páginas20-22.


Guía de lectura de la editorial Oxford: CLICA AQUÍ.
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