lunes, 28 de enero de 2013

Frío

Me dirijo directamente hacia el congelador y saco el resto del relleno que se utilizó para la cena de Acción de Gracias.

... Cuando era una chica de verdad, Acción de Gracias se celebraba en casa de la Yaya  Marrigan, en Maine, o en casa de la abuela Overbrook en Boston. En casa de la Yaya cenábamos relleno de ostra. En la de la abuela Overbrook, el relleno se cocinaba a base de castañas y salchichas. A la Yaya le encantaba el pastel de calabaza sobre una corteza de nueces, pasas y canela. Los pasteles de la abuela tenían que ser de picadillo de frutos secos, grasa y especias porque así era como lo hacía su abuela. Las mesas estaban abarrotadas de personas altas que alargaban los brazos para alcanzar platos llenos de comida y hablaban demasiado alto; también asistían los primos, los tíos abuelos y amigos muy lejanos. El aroma a salsa de carne y cebollas hacía que mis padres se olvidaran de discutir y el amargo sabor a arándanos les hacía recordar cómo reírse. Mis abuelas vivirían para siempre y Acción de Gracias siempre se celebraría sobre manteles decorados con lazos, con vajilla de porcelana y pesados cubiertos de plata que yo misma abrillantaría desde mi taburete.
Murieron.
La última vez que celebramos Acción de Gracias, la semana pasada, todo se endulzó de forma artificial, se enriqueció con conservantes muy fuertes y se envolvió en plástico. Las hermanas de papá ya no vienen porque dicen que vivimos muy lejos. La familia de Jennifer prefiere ir a casa de su hermano porque tiene más habitaciones. (Mamá La doctora Marrigan probablemente cenó sobre su escritorio, o quizá comió unas simbólicas bolas de puré de patata con salsa de carne en la cafetería del hospital.)
Estábamos nosotros cuatro, además de dos estudiantes de posgrado de mi padre. Una era vegetariana; comió tres raciones de boniato y la mayor parte del pan de calabaza que ella misma había traído. El chico era de Los Ángeles. Dijo que no comería absolutamente nada porque Acción de Gracias celebra el genocidio de los nativos de América. Cuando se marcharon, Emma le preguntó a papá por qué había venido el chico. Papá le respondió que el joven le estaba haciendo la pelota para conseguir una carta de recomendación. Jennifer dijo que esperaba que se le atragantara.

Sirvo un poco del relleno de Jennifer en un plato, tiro un par de cucharadas en el suelo para los gatos y después añado ketchup y lo caliento en el microondas el tiempo suficiente para que la salsa de tomate salpique todas las paredes. Dejo la puerta del microondas abierta para que el olor contamine toda la cocina.
Compruebo la hora. Diez minutos. 
Me aplico unas gotas de ketchup en las comisuras de los labios, lanzo todo ese desastre a la trituradora, abro el grifo de agua caliente y enciendo el interruptor. Mientras la trituradora hace su función, intento desviar mi mente, recitar la Constitución, hacer una lista de los presidentes por orden cronológico, recordar los nombres de los siete enanitos. No puedo dejar de pensar que
 me llamó.
Laurie Halse Anderson (2009): Frío. Rocaeditorial: Barcelona. Páginas34-36. 

jueves, 17 de enero de 2013

¡Qué guisados!

¡Y qué guisados hacía la cocinera! ¡Qué delicia de platillos gratinados desfilaban por los corredores del castillo, desde la cocina al suntuoso comedor! ¡Qué estofados! ¡Qué pasteles! ¡Y qué trufas! ¡Sobre todo las trufas!, que eran buscadas por los mejores cerdos del condado, a los que llevaba personalmente a hozar el mismísimo conde aceituna.

GARCÍA ESPERÓN, María (2013): La emperatriz del Reino Amarillo, Bogotá: Libros & Libros, p. 13.

Els jocs de la fam

En Cinna em convida a seure en un dels sofàs, situat en diagonal. Prem un botó d'un costat de la taula. La part de dalt s'aparta i de sota s'aixeca una segona taula amb el nostre menjar. Pollastre i talls de taronja cuinats amb una salsa cremosa sobre un llit de baies blanques que semblen perles, uns pèsols verds minúsculs i cebes, uns panets en forma de flor i, per postres, un púding color de mel.
Miro d'imaginar-me que preparo aquest plat a casa. Els pollastres són massa cars, però ja faríem amb un gall dindi salvatge. Hauria de caçar un segon gall dindi per bescanviar-los per una taronja. La llet de cabra substituiria la crema. Podríem plantar pèsols al jardí. Hauria d'aconseguir alls salvatges als boscos. No reconec les baies, les nostres tessel·les només ens permeten aconseguir unes farinetes marrons d'aspecte gens agradable. Per fer aquests atractius panets hauria de portar alguna cosa al forner, potser un parell o tres d'esquirols. Pel que fa al púding, ni tan sols puc sospitar què hi ha a dins. Suposaria dies de caça i recol·lecta només per a aquest àpat i tot i així seria una pobra substitució de la versió del Capitoli.

Suzanne Collins (2009): Els jocs de la fam. Editorial Estrella Polar, L'Illa del Temps, 17: Barcelona. Pàg. 73.

Informació complementària:

martes, 15 de enero de 2013

Callos en lugar de bacalao

 

"Debo confesar un pecadillo que el médico no me perdonaría. Tenía puerros con patatas para comer. Y bacalao fresco en salsa.
Pero hacía mucho que no me sentía tan bien, sano y pletórico de energía, dispuesto a conquistar el mundo… El caso es que, a la vuelta de mi paseo por la playa, puse a calentar unos callos.
Después, abrí una botella de vino.
Comí hasta hartarme."

LERTXUNDI, Anjel (2001): Cuaderno de tierra firme, Madrid: Santillana, pág. 39

sábado, 12 de enero de 2013

La caligrafía secreta


Grimal dejó escapar un largo suspiro.
-Últimamente, mucha gente tiene problemas en Francia-musitó.
-Cuando veníamos hacia París vimos cómo el ejército aplastaba una revuelta campesina –dijo Mariana-. Y esta mañana hemos estado en el barrio antiguo y le juro, padre, que nunca antes había contemplado tanta miseria.
El sacerdote cogió un trozo de pan y lo sostuvo entre los dedos.
-¿Sabes cuánto vale una libra de pan? –preguntó-: quince  sueldos. Un obrero gana treinta sueldos diarios, de modo que no puedo comprar pan, al menos todos los días. Y eso en cuanto a los que tienen trabajo, porque la mayor parte de la gente está desempleada. El pueblo pasa hambre, Mariana; los campesinos abandonan sus pueblos y llegan en riadas a París en busca de sustento, pero todo lo que encuentran es miseria y enfermedad. En el barrio de Saint-Antoine, sin ir más lejos, hay decenas de miles de menesterosos, y créeme, hija, por desgracia no exagero.
-¿Pero los Estados Generales no se habían convocado para solucionar eso? –preguntó Mariana.
El sacerdote sonrió con amargura.
-Los Estados se clausuraron hace casi una semana y nada se ha solucionado.

César Mallorquí (2007): La caligrafía secreta. Editorial SM: Madrid. Páginas 106-107.
SINOPSIS: CLICA AQUÍ.

martes, 8 de enero de 2013

Unas lentejas con mimo


 
Es martes, así que hoy preparará unas lentejas. Mejor dicho: las lentejas que dejó en remojo la víspera. Se coloca un mandil. Durante la próxima media hora, con gestos que tienen algo de mecánico pero también de dulce disfrute, pelará dos ajos, cortará una cebollita en delicadas medialunas, hará rodajas una punta de chorizo, pondrá una cazuela al fuego, verterá unas gotas de aceite, sofreirá la cebolla y dorará el ajo, añadirá la carne y echará las lentejas después de haberlas escurrido en un colador. Perfecto. Completará con agua y las dejará a fuego lento. Mientras cuecen,  busca en la nevera una pechuga de pollo y la filetea para que tome bien el pan rallado y el huevo. Nunca ha tenido claro qué iba antes: si el pan o el huevo. Sospecha que el pan, por lógica. Sabe que podría resolver la duda con el libro de recetas, que tiene un índice alfabético fácil de manejar. El caso es saber dónde buscarlo. Está en la cocina, seguro, pero en cualquiera de los armarios. Desecha la consulta, confiando en que lo primero debe ser el pan.

GÓMEZ, Ricardo (2012): Tras el cristal, Madrid, SM, pág. 89. (Gran Angular, 298)
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