domingo, 4 de noviembre de 2012

Palabras envenenadas


Estoy tan nerviosa que no he visto Friends, una cita a la que no fallo nunca. En lugar de poner en marcha el DVD me he puesto a caminar en círculos como un león enjaulado. Es lo que soy. Un animal dentro de una jaula, encerrado, prisionero, en manos de un loco que me obliga a hacer cosas que no quiero, que luego, como premio, me da de comer de su mano, pero que cuando menos me lo espero saca el látigo y me azota sin mover una ceja, sin un ápice de compasión. Si me escapara, me dispararía con el placer de los sádicos. Como a una rata.
Abro la nevera y curiseo los tupperwares donde guardo la comida de días anteriores hasta que se pudre. Tengo prohibido tocarlos. Es una costumbre que me impuse hace años, después de vivir hambrienta. No sirve de mucho pero me da tranquilidad. Me dije que nunca más volveré a pasar hambre, como Escarlata O'Hara en aquella escena en la que levanta la cabeza y toma un puñado de tierra roja de Tara. Pero yo no fui tan fotogénica ni tan heroica, simplemente me privaba de los restos de comida, la clasificaba en pequeñas raciones y las guardaba como un tesoro. Abro un tupperware con hojas de ensalada y tomate y me los meto en la boca a puñados, a continuación abro otro con un trozo de pollo frío y me lo trago sin masticar. Quiero aplacar la desazón, borrar la angustia, pero en vez de saciarme cada vez tengo más hambre.
Durante estos tres años me había conseguido adiestrar, como a los leones, a fuerza de escamotearme el alimento. Descrubrió que era un arma poderosa y jugó con ella. Y lo que no habían podido los golpes lo pudo el hambre. Me tenía en ayunas, sufriendo, hasta que de pronto venía y me dejaba oler una comida apetitosa. Abría la puerta unos instantes y un aroma de pollo asado, insultante de tan delicioso, se colaba en el sótano y me daba en la nariz. Tener hambre y no poder comer es morir un poco cada minuto, cada segundo. El cuerpo me avisaba de que tenía que luchar para no desfallecer. Me miraba los brazos, cada vez más delgados, las piernas escuálidas, las costillas que se podían contar una a una y el vientre hundido entre los huesos de la pelvis. Me estaba convirtiendo en un esqueleto. Recordaba historias de náufragos que bebian sangre de sus compañeros, de soldados que comían vísceras de los muertos, de supervivientes en la nieve que se habían alimentado de cadáveres. Y no me extrañaba nada, porque el hambre era tan acuciante que cualquier cosa que la aplacase estaba permitida. Habría asesinado por un plato de macarrones.

CARRANZA, Maite (2010): Palabras envenenadas. Edebé, Premio Edebé de literatura juvenil: Barcelona. Páginas 152-153.

Para leer los dos primeros capítulos de la novela: CLICA AQUÍ.
Guía de la editorial EDEBÉ: PLAN LECTOR.
Guía realizada por Ascensión García Pallarés: CLICA AQUÍ.

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