En Groenlandia
D.J. se sentía sucio. En realidad estaba sucio, y no eran alucinaciones
suyas, ni el pestazo de whisky ni la
barba de dos días, ni el cabello grasiento y la ropa sudada. Llevaba un montón
de horas encerrado en su cabina, y ese hecho y la opacidad de su situación lo
tenían desquiciado. Era grotesco. En un principio, habría jurado que se encontraba
bajo los efectos del alcohol, pero las latas que le introdujeron en su cabina,
y el abrelatas, eran muy reales. Se sentía fatal y, cosa inusual en él, estaba
mareado como una sopa. Aparte de la comida caliente, que añoraba como todo
mortal, él era adicto al café, a la limpieza y, sobre todo, al alcohol. En la
estrechez de su camarote, que comenzaba a resultarle opresivo, se le aparecían,
en forma de espejismos, deliciosas botellas de cerveza fresca, tazas de
humeante café y platos llenos a reventar de raviolis y de pollo. Para colmo de
males, se estaba quedando sin cigarrillos. Se hundió en un sopor inquieto: la
lata de champiñones que acababa de comerse había terminado con sus jugos
gástricos. Se adormecía sin poder pensar en nada. Deseaba salir de aquel
agujero, saber qué pasaba, quién gobernaba el barco, pero era incapaz de
razonar.
MAITE CARRANZA (2010): El espíritu de los hielos. Editorial
Algar. Barcelona. Página 69.
En la selva amazónica
Odilia y J.B. escuchaban boquiabiertos el discurso de Wilfredo.
-Aquí se respira aire puro, comemos alimentos no
contaminados y trabajamos sin intermediarios. Todo es artesanal. Fijaos. –Les señaló
su bol.- Este bol de arcilla está todo hecho a mano y secado al sol. La bebida
de mandioca la hacen a diario las mujeres –y señaló a las mujeres que escupían
dentro de los recipientes; Otilia sintió náuseas –y se fermenta sin aditivos ni
conservantes. Aquí todo es tan natural que hasta he aborrecido el tabaco. Yo
también me siento integrado en mi entorno, y supongo que se me nota. Esto es
como un paraíso natural; tomas lo que deseas, y lo que no necesitas lo dejas
ahí, pero no lo destruyes, como hace nuestra civilización, por el placer de
destruir. Por cierto, ¿queréis comer algo?
Otilia se lo agradeció. Estaba hambrienta.
-No sé qué me pasa, pero desde que soy un jíbaro como mucho
más que antes y no me hace daño nada. Estoy como nuevo –abrazó efusivamente a
la japonesa-. Y todo se lo debo a Suamak, la estrella que me guio en la oscuridad.
Yo tenía una intuición, pero no podía soñar con un destino tan maravilloso como
este. Cuando abandoné al doctor Peddeckoe en Macásy me interné en la selva,
quería morir, deseaba que alguna bestia me devorase y acabara de una vez con
aquella vida tan mediocre. Pero resulta que no era bueno ni para eso, y los únicos
que disfrutaban conmigo eran los mosquitos. Creo que me desmayé de cansancio y,
al abrir los ojos, ella estaba delante de mí.-Señaló a Suamak.- Fue un amor a
primera vista.
Suamak le frotó tiernamente la nariz, sucia de fango.
-Cuando lo encontramos, hace tan solo tres días, era un
cadáver, un subproducto del mundo capitalista competitivo y cruel que lo había
arrinconado como inservible. Pero esta cultura ha obrado el milagro: de las
cenizas de Wilfredo ha nacido Narema. Yo lo velé y lo alimenté con mis propias
manos porque supe en seguida que estábamos predestinados. Somos dos almas
gemelas que compartimos la misma forma de pensar y de vivir y un pasado
sombrío. Un pasado lleno de libros que queremos olvidar, ¿verdad, tupín mío?
No cabía duda de que Wilfredo era otro. Su transfromación no
era únicamente física: también habían cambiado sus constantes vitales. Rebosaba
energía y la transmitía en cada gesto y encada palabra. A modo de aperitivo,
les ofreció unas pastitas blancas colocadas sobre una hoja.
-Comed, comed. ¡Hummm, son deliciosas! La cacería me ha abierto el apetito. Mi
primera cacería ha sido una experiencia increíble. He sentido cómo me hervía la
sangre; pero no por el instinto de matar,
no, sino por una especie de relación primaria entre el hombre y su alimento. Yo
buscaba mi propio alimento. Por primera vez, yo, Wilfredo, perdón, Natema, he
luchado por mi supervivencia. He dejado de ser un parásito que chupa del
trabajo de los demás y me he convertido en un individuo activo que consigue
carne fresca. Es fantástico. Lo que nos estamos comiendo no lo he adquirido en
una pastelería, ni he usurpado la fuerza de trabajo de nadie. Lo recogí yo
mismo ayer por la mañana y lo guardé para hoy. Soy un cazador recolector y,
cuando me admitan para celebrar el ritual de iniciación y pueda unirme a
Suamak, fundaremos una casa independiente con otras esposas y mis pequeños
jíbaros. Seré capaz de procurar alimentos para todos.
Otilia no lo había entendido bien.
-¿Tendrás más de una esposa?
-Sí, es la costumbre. Hay aproximadamente el doble de
mujeres que de hombres. Ya se sabe: las guerras, las cacerías. Es inevitable.
Pero Otilia saltó indignada.
-¿Y cómo puedes estar de acuerdo? –interpeló a Suamak sin
poderse reprimir y dejando clara su disconformidad con esa prerrogativa
machista.
D.J. palideció y los interrumpió oportunamente alzando su
galleta.
-Me preguntaba de qué está hecha la galleta, parece viva.
Otilia, de pronto, se dio cuenta de que su galleta era más
blanda de lo que creía que tenía un sabor salado parecido al embutido.
Wilfredo masticando una con deleite, le contestó:
-Larvas del escarabajo de la chuta.
MAITE CARRANZA (2010): El espíritu de los hielos. Editorial
Algar. Barcelona. Páginas279-282.