domingo, 14 de octubre de 2012

Cena con el emir de Córdoba

Más que compartir la mesa, la invitación del emir Mohammad era para compartir la sala de la comida. Sirvieron al emir en su estrado, junto con el gran visir, y el resto de invitados sobre almohadones alrededor de pequeñas mesas redondas con capacidad para dos o tres comensales, que se distribuyeron por la sala, colocadas de manera que ninguno de los invitados diera la espalda al emir.
Comieron las aceitunas y las almendras a las tan aficionados eran los árabes, y después cordero asado, con arroz y especias. También sirvieron un vino oscuro y fuerte, pese a los normas del profeta. Sentados los dos cristianos junto a un funcionario de la corte, Gonzalo hizo honor a todos los platos con el apetito de la juventud, mientras Dulcidio jugaba con su comida y bebía sediento vaso tras vaso de agua con zumo de limón.
Pasaron entre las mesas copas rebosantes de sorbetes hechos con nieve de la sierra batida con azúcar y menta. Aunque ya no era verano, en todas las calles de Córdoba, los vendedores pregonaban aquellos refrescos hechos con zumos azucarados de distintas frutas y la nieve que los aguadores traían de las montañas, siempre se agradecía el fresco sabor como final de una comida muy condimentada.
Gonzalo tomó su copa de plata grabada con el signo del emir y la acercó a sus labios.
Dulcidio hizo un gesto negativo a su compañero. Cogió la copa de vino aún sin probar que tenía en la mesa y su voz resonó fuerte en la sala.
-Los cristianos acostumbramos a beber a la salud de nuestros señores. Permitid, emir, que os desee que Dios os conceda largos años de salud, paz entre los Estados y buen gobierno.
-¡Lo permita Alá! –exclamaron los otros comensales.

MOLINA, Mª Isabel (2007): El vuelo de las cigüeñas, Zaragoza: Luis Vives, Alandar, 88. pp. 93-94.

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