lunes, 17 de diciembre de 2012

La lluvia de París

Lo que teníamos, sobre todo yo, que tardaba el triple, era una evaluación de Historia y una montaña de problemas de funciones y derivadas. Pero las dos aceptamos postergar aquel inconveniente. Yo asentí con la cabeza e Irene, que nunca se resigna a quedarse callada, observó:
-Después de un mes, claro que podemos sacar dos horas.
En ese instante apareció la camarera con mi té y el chocolate de Irene. Dirigiéndose a ella, dijo:
-Te he puesto unas pastas. Para que las mojes en el chocolate, si quieres.
La amabilidad de aquella mujer descolocó a Irene. Siempre he creído que toda su fiereza se puede venir abajo con una simple caricia. Silvia también pareció reparar en el detalle, y las dos cruzamos una mirada cargada de intención. Pese a todo lo que había cambiado en su aspecto, seguía siendo en el fondo ella: Silvia, la amiga con la que había pasado horas y horas y con la que había aprendido a conocer a Irene y todo lo demás.
La camarera terminó de servir y, sin apartar la vista de Irene, nos deseó.
-Que os aproveche.
Silvia siguió quieta y nos abrió la boca mientras yo echaba el azúcar en mi taza e Irene consideraba, con ciertas reservas, la posibilidad de tomar aquellas pastas. Mosdisqueó una, solo la punta, y decidió mojarla en el chocolate. Después de que se la llevara a la boca, Silvia anunció:
-Muy bien. Os lo contaré todo desde el principio. O mejor, desde donde lo dejé en mis cartas. Si consigo acordarme.

SILVA, Lorenzo (2011): La lluvia de París. Editorial Anaya, Espacio abieto; 85: Madrid. Páginas104-105.

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