martes, 20 de marzo de 2012

El aroma de los membrillos



Aunque, no sé por qué, lo mejor que recuerdo es la fragancia de los membrillos. Al fondo de la huerta había dos membrillos. Ahora solamente queda uno, porque el otro se secó. Siempre estaban cargados de frutos enormes, que durante el mes de septiembre se volvían de color del oro. Me encantaba tocarlos, con aquel terciopelo suave que te hacía cosquillas en la palma de la mano cuando los acariciabas. Una vez probé uno. Pensaba que tendría un sabor semejante a las peras o a las manzanas, pero estaba duro y tenía un sabor áspero y amargo; tuve que dejarlo así, mordisqueado, y esconderlo entre las hierbas que había cerca del melocotonero, para que no me riñesen por estropear la fruta.
Un día, a finales de septiembre, mamá Raquel anunció que iba a hacer membrillo y le pidió a mi madre que la ayudase. Mamá abandonó por un día la máquina de escribir y se puso a trabajar con la abuela. Yo estuve con ellas, mientras el abuelo atendía a Daniel. En los días anteriores la abuela había ido recogiendo los membrillos, que ahora estaban en una cesta grande. Después, en la cocina, comenzaron el proceso. Ahora ya sé cómo se hace, porque lo he visto preparar en varias ocasiones, incluso ayudé a la abuela el año pasado. Pero en aquella ocasión asistí fascinada a aquel ritual que tanto me atraía.
En primer lugar frotaban los membrillos con un paño blanco, para quitarles la pelusa, después los pelaban como si fuesen patatas, y los cortaban a cuartos. Y esos trozos los ponían a cocer en una cazuela, hasta que se ablandaban y tomaban un color amarillo fuerte, como el que tienen ahora mis ojos. Después colocaban esos trozos encima de la mesa, cubierta con un paño blanco, hasta que se secaban y se enfriaban. Seguidamente venía el trabajo más duro, porque había que triturar todo aquello con el pasapurés, venga vueltas y más vueltas, hasta dejarlo convertido en una espesa pasta, que se iba echando en otra cazuela.
A continuación mi abuela añadía mucho azúcar, ponía la cazuela a hervir y se pasaba toda la tarde dale que te dale, revolviendo aquella pasta que hacía chup-chup como si fuera el caldero de la bruja de los cuentos, hasta que todo se mezclaba muy bien y tomaban un color dorado, de miel, mientras la casa entera se llenaba con el intenso olor que conservo tan dentro de mí.
Cogíamos después grandes tazas de loza, aquí dejaban que yo las ayudara, las íbamos llenando hasta el borde y las tapábamos con papel blanco de seda. Luego mamá Raquel las ponía a enfriar en los peldaños de la escalera que subía al piso de arriba. Durante las noches siguientes, cuando me iba a acostar, pisaba lentamente los peldaños de la escalera, porque me gustaba cerrar los ojos y respirar aquella fragancia intensa e inolvidable.

FERNÁNDEZ PAZ, Agustín (1994): Trece años de Blanca, Barcelona, Edebé, pp. 35-36.

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