El olor a chocolate y a pan tostado lo llevó directamente al comedor. Sus padres, sus nuevos amigos y otras personas estaban sentados alrededor de una mesa larga, cubierta con un mantel de cuadros rojos y blancos, mientras Maika y otra mujer se encargaban de servirles. Ocupó una silla vacía en una esquina de la mesa, respondió afirmativamente a la pregunta de si había dormido bien y untó con mantequilla una rebanada de pan tostado antes de introducirla en un tazón de líquido humeante. En casa casi nunca desayunaba, a pesar de que había oído decir cientos de veces a su padre que el desayuno era la comida más importante del día y que era preciso desayunar bien para enfrentarse con ánimo a la jornada laboral. Un vaso de cacao frío y, a veces, un par de galletas o una magdalena de bolsa era lo máximo que tomaba. No tenía tiempo que perder, pero en aquella casona las cosas eran distintas, y jamás había probado un desayuno tan bueno.
MARTÍNEZ DE LEZEA, Toti (2011): Muerte en El Priorato, Madrid: Alfaguara, pp. 38-39
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