jueves, 19 de mayo de 2011

Cuando esté delgada comeré lo que quiera

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“Contenta, rodó sobre sí misma y se puso de lado, mientras deslizaba su almohada preferida bajo la cabeza. “En el fondo, no es necesario comer tanto. Por ejemplo, el chocolate que me comí por la tarde sobraba. Cuando esté delgada, volveré a cenar algo más. Entonces, podré comer tranquilamente todo lo que quiera, ¿quizá hasta una tostada untada con mantequilla y con una o dos lonchas de salmón?”. La boca se le hizo agua al pensar en esas lonchas rosadas, veteadas con esas líneas más rojizas, que nadaban en aceite. Le encantaba el sabor ligeramente penetrante y fuerte del salmón. ¡Especialmente cuando se ponía encima de una rebanada de pan caliente en la que se estuvieran derritiendo unos trozos de mantequilla! En realidad, prefería cualquier cosa salada o picante antes que los dulces. Además, no engordaban tanto. Por ejemplo, el beicon con cebolla y salsa de rábano picante resultaba delicioso. ¡O una sopa de judías pintas bien salpimentada!
Si ahora se comía un trocito muy pequeño de salmón, tampoco pasaría nada. A partir de mañana, en cuanto se levantara de la cama, empezaría a hacer el régimen en serio. Aunque mejor no, ¡tenía fuerza de voluntad! Pensó en todas las veces que se había propuesto firmemente dejar de comer o, al menos, controlarse con la comida y cómo en cada una de esas ocasiones al final había sido demasiado débil. ¡Pero esta vez no! Esta vez era distinto. Con toda la tranquilidad del mundo iba a ser capaz de ver cómo su hermano engullía sin parar y cómo su madre saboreaba la sopa haciendo hincapié cansinamente en lo rica que estaba. Ni siquiera parpadearía cuando su padre se pusiera esas lonchas tan gruesas de jamón encima del pan, con su manera tan puntillosa de colocarlas, tan perfectamente distribuidas y adornadas con esos pequeños pepinillos franceses cortados por la mitad. Esta vez, todo eso le iba a dejar completamente indiferente. Esta vez, cuando volviera a casa después de clase, no se pararía delante de la tienda gourmet ni aplastaría la nariz contra el cristal del escaparate. No volvería a entrar y a comprar ensalada de arenque por cuatro marcos para luego metérsela en la boca con los dedos y engullirla apresuradamente y a escondidas en el parque. ¡Esta vez no! (p. 28-30)
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“Cómo le apetecía en ese momento una loncha fina de salmón ahumado. Una que fuera muy, muy fina y que previamente hubiera sostenido en alto un buen rato para que soltara todo al aceite. No pasaría nada por comérsela, y menos ahora, cuando todo se iba a arreglar, porque, de todas maneras, dentro de poco estaría muy delgada.
Se levantó de la cama sin hacer ruido y se fue a la cocina de puntillas. Hasta que no cerró la puerta detrás de sí, no pulsó el interruptor de la luz. Luego abrió la nevera y alargó la mano para coger el envase del salmón. Todavía quedaban tres lonchas. Sacó una, cogiéndola de un extremo con el dedo pulgar y el índice, y la mantuvo en alto. Lo que en un principio fue un reguerillo de aceite que se escurría del salmón ahumado poco a poco se redujo a un goteo cada vez más esporádico. Una gota más. Eva sostuvo la fina loncha contra la luz. ¡Pero qué color! La saliva se le acumulaba en la boca y tuvo que tragar de pura ansiedad. “Solo una”, pensó. Entonces abrió la boca y dejó que el salmón cayera dentro. Lo apretó contra el paladar con la lengua, lentamente, casi con ternura, y empezó a masticar, también lentamente, saboreándolo. Luego se lo tragó de una vez. Ya no estaba. Su boca se había quedado demasiado vacía. Rápidamente se metió en la boca las otras dos lonchas. Esta vez no esperó a que escurriera el aceite, tampoco se tomó tiempo para notar el sabor, tragó casi sin masticar.
En el envase de plástico transparente solo quedaba aceite. Cogió dos rebanadas de pan blanco y las metió en el tostador. Le pareció que el pan tardaba una eternidad en salir. No podía aguantar ni un segundo más. Impaciente, levantó la palanca que había en uno de los laterales del aparato y las rebanadas de pan salieron propulsadas. Todavía seguían prácticamente blancas, pero estaban calientes y olían bien. Rápidamente, las untó con mantequilla y observó con fascinación cómo se iba derritiendo, primero por los bordes, donde la capa era mucho más fina, y luego en el centro. En la nevera todavía quedaba un buen trozo de gorgonzola, el queso preferido de su padre. No perdió el tiempo en cortarse un trozo con el cuchillo, directamente le dio un buen mordisco y luego otro al pan, otro mordisco al queso… Mordió, masticó, engulló y volvió a morder.
Qué nevera más maravillosa y qué bien surtida. Un huevo duro, dos tomates, unas lonchas de jamón y un poco de salami siguieron al salmón, a las tostadas y al queso. Extasiada, Eva masticaba y masticaba: solo era boca.
Pero, entonces, se sintió muy mal. Cuando, de repente, se dio cuenta de que estaba en la cocina, con la luz del techo encendida y la puerta de la nevera abierta.
Eva lloró. Los ojos se le llenaron de lágrimas que luego cayeron por sus mejillas mientras, moviéndose muy despacio, cerraba la nevera, limpiaba las migas de la mesa, apagaba la luz y regresaba a la cama.
Se echó la sábana por encima de la cabeza y ahogó un sollozo en la almohada.” (pp. 30-32).
PRESSLER, Mirjam (2009): Chocolate amargo, Madrid, Anaya, (Espacio Abierto, 140).
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