lunes, 9 de mayo de 2011

Existe una conspiración contra los gordos

Carmen Gómez Ojea

“Se consideraba a sí misma como una mujer expansiva, afable, a la que sus carnes y sus kilogramos habían hecho perder amistades. Ninguna de sus viejas compañeras y camaradas podía ser calificada de gorda, sólo alguna de ellas, a lo sumo, de rellenita, y casi todas estaban casadas con hombres de un peso similar, sin excesos notables; y las que permanecían solteras lucían bañadores de dos piezas y vivían, según contaban, aventuras amorosas estimulantes durante las vacaciones en islas caribeñas, bajo los cocoteros o a la sombra de los palmares. En cuanto a sus colegas del instituto, tenía que decir lo mismo: tanto las maridadas como las célibes le parecían insultantemente esbeltas. Así, por esa razón, se iba sintiendo más aislada, como si fuera una hedionda; y aquella soledad, a veces, le resultaba insoportable. ¿Dónde diablos se ocultaban los gordos como ella? ¿En qué agujero se hallaban metidos? Ser gordo en aquel mundo dominado por flacos era una desventura, casi como ser, por ejemplo, leproso en un burgo del medievo. Ella ni siquiera lograba que le hicieran un seguro de vida. Las carnosidades representaban una maldición y tener un buen apetito constituía una zafiedad imperdonable. En más de una ocasión le había sucedido algo tan odioso como el que un camarero le hubiese puntualizado, a modo de apostilla venenosa, proferida con cierto retintín desagradable y molesto sonsonete, al referirse a la chuleta o a la merluza que le había encargado, eso tan cruel y desangelado de “a la plancha y sin sal, naturalmente”. A punto había estado de chillar una vez: “naturalmente que no, quiero mucha sal, mucho aceite y mucho ajo”. Pero se había callado, deprimida y acobardada. Existía una conspiración contra los gordos, y no se trataba de algo disimulado y clandestino, sino de una persecución implacable y realizada sin ambages, a la luz del día. No había barrio donde no se hubiera abierto una tiendecita de productos dietéticos destinados a los rollizos, ni farmacia en la que, de un modo llamativo y espectacular, no se anunciaran tisanas adelgazantes, esponjas reductoras de grasa o pócimas mágicas para enflaquecer a cualquier obeso en un abrir y cerrar de ojos. Toda aquella propaganda feroz estaba produciendo una catástrofe mundial, sobre todo trastornando y convirtiendo en anoréxicas y bulímicas a muchas mujeres sanas, pero débiles e impresionables, o amargando a las que, como era su caso, se veían obligadas a someterse, para no juzgarse una especie de inmundos y despreciables no-seres, a la disciplina y al sacrificio de quitarse de la boca lo que les gustaba. Cuando se tragaba la pescadilla hervida, se sentía como un melómano condenado a escuchar música ratonera.
-Quiero ser como soy –murmuró con fiereza-. Quiero comer y beber. Al diablo con el endocrinólogo y al demonio con la flaca pizpireta de la agencia matrimonial. Prefiero morirme de una indigestión a consumirme suspirando por un trozo de tarta de chocolate”.
GÓMEZ OJEA, Carmen (1998): El granate de Amarilis, Barcelona Edebé, (Nómadas, 2) pp. 19-20).
cats1

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

ENGRANDEIX EL TEXT